La identidad, siendo el terreno sobre el que se asienta el sentido de de cada uno, resulta ser, lo más incierto, lo más difícil y lo más frágil. Toda identidad precisa de una forma, ha de poseer un contorno y, en consecuencia, un límite capaz de constituir la diferencia implícita como necesidad operativa del proceso identitario. Sin embargo, en el momento en que nos desenvolvemos en un contexto dictatorial y expansionista, la identidad asume una función homogeneizadora, y aquí es donde la cultura, que en la mayoría de los casos sólo es el vehículo de una ideología o de una visión del mundo, juega un papel fundamental; ella es el martillo y el cincel de una determinada personalidad. Identidad y cultura pueden considerarse términos sinónimos, no es posible una identidad sin cultura en sentido estricto. La idiosincrasia cultural ha venido a convertirse en materia de reelaboración económica y estética merced a la idea de progreso, único valor que decide sobre el grado de civilización, de ahí que el problema de la identidad se resuelva justamente aniquilándola (y no precisamente debido a una aspiración mística). Para ello se utiliza el “resorte” del deseo de una forma verdaderamente eficaz: mediante los “mass media” se intenta estimular no un “qué quieres ser” sino un “a quién te quieres parecer”. Esto es precisamente lo contrario de la identidad, ya que desde esa posición nunca habrá diferencia sino semejanza. El indio, el solo indio de todos lados. Se cree ingenuamente, a mi parecer, que la identidad es algo evidente, claro, y no se suele caer en la cuenta de que lo único claro es su carácter constructivo, artificial, que si asentimos sin problemas a eso de la identidad es porque en absoluto se piensa en ella o se piensa como algo que es “de suyo”, cuando en realidad es lo menos esencial que existe y liberarse de ella, en un cierto sentido, produce más un alivio que un conflicto.
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